viernes, 12 de diciembre de 2008

Sobre Beren y Lúthien


Quien haya leído el Silmarillion de J.R.R. Tolkien habrá vibrado con la historia de amor que se cuenta en la balada de Beren y Luthien, un canto al triunfo del amor por encima de todo y de todos, un relato inmortal que me emociona cada vez que lo releo.

Será porque me siento igual de afortunado que él.

Los escritores y narradores de historias no son gente inhóspita y ermitaña, también tienen su corazoncito y su lado tierno, y creo que es bueno que recordemos las cosas importantes que mueven el mundo, y que sólo valoramos cuando no lo tenemos.

1.- J.R.R. Tolkien y su mujer Edith

En Letters of J.R.R. Tolkien (Cartas, Minotauro, 1993), su hijo Christopher Tolkien recoge una carta donde refleja la nostalgia que sentía el escritor por su mujer, Edith, fallecida años antes:

"… aún puede recordarla en los bosques cuando paseábamos, con su hermoso pelo negro al aire, joven, me parecía hermosísima, con los pies desnudos sobre la hierba verde, los ojos cerrados y una sonrisa en sus labios, y ella bailaba, conmoviéndome hasta lo más profundo…"

La oposición de sus familias al matrimonio, la angustia por la separación debido a la Gran Guerra, las estrecheces de la posguerra, la tristeza de la muerte de Edith, todo ello no importaba en sus últimos días, sólo el recuerdo de su amada bailando alegre sobre la hierba. Tenían la esperanza del reencuentro más allá de la muerte.

Sus vidas fueron la semilla de Beren y Luthien, y como tales Edith y John fueron enterrados en el cementero de Wolvercote (Oxford).

2.- Carl Sagan y su mujer Ann Druyan


Carl Sagan creía que nuestra existencia era la única; no había nada más allá, y por eso había que valorarla por encima de todo. A diferencia de J.R.R. Tolkien creía que la extinción como persona sería total. No habría resurrección ni reencarnación. Como cuenta en su libro "Miles de millones":

"Me gustaría creer que cuando muera seguiré viviendo, que alguna parte de mí continuará pensando, sintiendo y recordando. Sin embargo, a pesar de lo mucho que quisiera creerlo y de las antiguas tradiciones culturales de todo el mundo que afirman la existencia de otra vida, nada me indica que tal aseveración pueda ser algo más que un anhelo.

Deseo realmente envejecer junto a Annie, mi mujer, a quien tanto quiero. Deseo ver crecer a mis hijos pequeños y desempeñar un papel en el desarrollo de su carácter y de su intelecto. Deseo conocer a nietos todavía no concebidos. Hay problemas científicos de cuyo desenlace ansío ser testigo, como la exploración de muchos de los mundos de nuestro sistema solar y la búsqueda de vida fuera de nuestro planeta. Deseo saber cómo se desenvolverán algunas grandes tendencias de la historia humana, tanto esperanzadoras como inquietantes: los peligros y promesas de nuestra tecnología, por ejemplo, la emancipación de las mujeres, la creciente ascensión política, económica y tecnológica de China, el vuelo interestelar.

De haber otra vida, fuera cual fuere el momento de mi muerte, podría satisfacer la mayor parte de estos deseos y anhelos, pero si la muerte es sólo dormir, sin soñar ni despertar, se trata de una vana esperanza. Tal vez esta perspectiva me haya proporcionado una pequeña motivación adicional para seguir con vida. El mundo es tan exquisito, posee tanto amor y tal hondura moral, que no hay motivo para engañarnos con bellas historias respaldadas por escasas evidencias. Me parece mucho mejor mirar cara a cara la Muerte en nuestra vulnerabilidad y agradecer cada día las oportunidades breves y magníficas que brinda la vida."


Y si habéis llegado hasta aquí, a continuación siguen las líneas de Ann Druyan, su mujer, en sus "Memorías":

"— Esto es un velatorio —me dijo serenamente Carl—. Voy a morir.
— No —protesté—. Lo superarás como ya hiciste antes, cuando parecía que no quedaban esperanzas.
Se volvió hacia mí con el mismo gesto que yo había contemplado incontables veces en las discusiones y escaramuzas de nuestros 20 años de escribir juntos y de amor apasionado. Con una mezcla de buen humor y escepticismo, pero, como siempre, sin vestigio de autocompasión, repuso escuetamente:
— Bueno, veremos quién tiene razón ahora.
Sam, de cinco años ya, fue a ver a su padre por última vez. Aunque Carl luchaba por respirar y le costaba hablar, consiguió sobreponerse para no asustar al menor de sus hijos.
— Te quiero, Sam —fue todo lo que logró musitar.
— Yo también te quiero, papá —dijo Sam con tono solemne.
Desmintiendo las fantasías de los integristas, no hubo conversión en el lecho de muerte, ni en el último minuto se refugió en la visión consoladora de un cielo o de otra vida. Para Carl, sólo importaba lo cierto, no aquello que sólo sirviera para sentirnos mejor. Incluso en el momento en que puede perdonarse a cualquiera que se aparte de la realidad de la situación, Carl se mostró firme. Cuando nos miramos fijamente a los ojos, fue con la convicción compartida de que nuestra maravillosa vida en común acababa para siempre."



3.- Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí



Graciela Palau afirma:

"Juan Ramón amó a Zenobia de un modo profundo, apasionado que sólo su obra podía expresar. Por quererla cambió el rumbo de su poesía, la depuró, se depuró y llegó al concepto de la poesía desnuda".

Este cambio comenzó con una hermosa historia de amor que, aunque con altibajos, concluiría no con la muerte de Zenobia, sino con la de Juan Ramón que la llevó en su corazón hasta el último instante de su vida.

Desde el principio de su matrimonio, Zenobia fue una mujer sencilla, ocupada en las tareas del hogar y muy atenta a todas las actividades culturales de su tiempo. Música, teatro, pintura, ballet,... todo era del interés de Zenobia. Fue administradora, secretaria, enfermera, relaciones públicas, ama de casa. Fue la artesana del diseño de la vida del poeta. Si ella no hubiera organizado su vida, el poeta hubiera caído en una de sus crisis infernales. Y este mundo no se organiza sin un amor compartido.

Zenobia no fue la sombra luminosa de Juan Ramón, Zenobia Camprubí fue su luz.

Ella perteneció a un marco social en el que la mujer estaba relegada a un segundo plano. Muchas autoras y creadoras de su época debían firmar sus trabajos con los nombres de sus maridos o nombres ficticios si no querían que fuesen censurados.

Zenobia conocía muy bien cuál era en aquel momento la posición de la mujer que escribía y cuáles sus horizontes. Sabía que la única posibilidad que tenía de escribir era seguir su diario, es decir, dedicarse a la faceta "privada" de la escritura porque a la "pública" ya se dedicaba Juan Ramón. El es el que escribe y ello impide que Zenobia pueda entregarse a otra actividad literaria. Varias veces manifiesta su deseo de hacerlo, y no sólo por el gusto de escribir, también para ganarse la vida. Pero nunca se decide.

Ella se ocupa de todo, de la salud física y mental de poeta, de que sus artículos lleguen a tiempo a las revistas en las que Juan Ramón colaboraba, de las excusas en caso de que no llegaran. Ella estaba junto a él en su creación literaria y dentro de dicha creación, que no hubiese sido la misma sin ella.

La propia Zenobia reconoció en uno de sus diarios que sin ella "el pusilánime, hipocondríaco, depresivo y neurasténico poeta se habría hundido en un pozo sin fondo (...), pero el día en que juntó su destino con el mío, cambió ese fin. Después de todo, yo soy en parte dueña de mi propia vida, y Juan Ramón no puede vivir la suya aparte de la mía."