lunes, 16 de agosto de 2010

Tiempos Bizantinos

Estoy recién llegado de las Alpujarras, en donde mi mujer y yo hemos pasado un fin de semana tranquilísimo, y fresquito. En vez de embotellarme en un atasco monumental camino de la playa, elegimos huir del hormigón hacia la montaña. La Alpujarra está llena de contrastes; desde Orgiva a Laroles, pasando por Carataunas, Trevelez, Bubión... Los pueblos son blancos, blanquísimos, con trabajadores del esparto, callejones culebreantes y en umbría, y señoras de luto riguroso. Y también numerosos extranjeros. Sus pueblos son vergeles, pequeños oasis en medio de una naturaleza abrupta y a tramos desoladora, a ratos caudalosa, fértil y feraz.



En Cádiar compramos turrón de miel y almendras, chocolate de Pampaneira con frambuesas, y cogimos furtivamente algunos higos. Comer la fruta arrancándola del árbol es un lujo olvidado.



Sin Internet sí, pero no sin lectura. Aún estoy estremecido por el libro de John Julius Norwich, sobre el imperio bizantino, por su habilidad con la que narra hechos terribles y pasajes gloriosos, el ascenso y caída de emperadores, los sufrimientos del pueblo, las revueltas, la ira de los poderosos y la resistencia de los débiles. Si consigo transmitir en mi segunda novela una fracción de su entusiasmo y de su empatía, puedo asegurar que será gran libro.



¿Quién no ha oído hablar de Constantinopla, con su grandiosa Hagia Sophia? Antes de los otomanos había un Imperio que duró más de mil años, un imperio que fue la luz del mundo mientras el resto del mundo occidental atrevesaba las centurias de la Edad Oscura. Entra en el Imperio de Bizancio; admira la cúpula dorada de Hagia Sophia, y descubre los secretos guardados en los sótanos del Auditorium. Navega en los dromones a través del Mar Egeo hacia el Exarcado de Carthago y vibra con las carreras en el Hipódromo, entre los gritos de los Verdes y los Azules. Examina las sedas orientales custodiadas en la Casa de las Luces y cruza las enormes puertas de plata del Salón del Trono, donde el emperador, separado del resto de los mortales, decidirá tu destino: combatir a los búlgaros y khazajos en las fértiles llanuras de Tracia, o enfrentarte a las tropas musulmanas que amenazan con rebasar las montañas del Tauros en Anatolia.

Tengo un sueño: que el Imperio Bizantino, con su grandeza y sus miserias, con sus héroes públicos y sus héroes anónimos, no caiga en el olvido. Y con esa meta prosigo la revisión de mi segundo libro.